Te sientas en la penumbra y descubres la cara de aquellos que te instigaron y que ahora han dejado de ser en tu vivir. Los comprendes pero no te inspiran tristeza ni pena pues entiendes perfectamente que se vean inmersos en las consecuencias de sus gestos. Hasta de ésto has conseguido vaciarte y despojarte. Este vacío te ha compenetrado con algo divino y grande que reside en lo pequeño y en lo sublime. Tienes la sensación de haber estado así antes, de haber llegado a este sentido completo de vida a través de tantos contrasentidos. Has conseguido que cayeran todos y que te mostraran sin quererlo (pues nunca pretendieron ayudarte) el lugar de donde provienes: aquél sin juicio pues ya no hay nada que juzgar, la vida es demasiado valiosa como para perderla con palabras vanas. No sabes como describir tu lugar de origen pero sí percibes que es como una inefable felicidad construida en tu interior con vigas de luz.
Ves a alguien caminando con gracia y te das cuenta de que tu alma es así: grácil y ejecutora fiel a su destino. El hecho de que te haya costado tanto llegar hasta aquí es consecuencia de que todo el mundo paraece haberte enseñado el camino contrario a tomar quizás para valorar más tomar luego el correcto y que nunca te arrepintieras de ello. Hasta que no tomaste la decisión de salir de tu confusión, sintiéndote por un tiempo perdida pero ya harta de sucumbir a las exigencias de los demás, no conseguiste alzar tu vuelo y simplemente ser, existir, estar aquí, viviendo el instante, no huyendo apresuradamente de él.
Cuando vives, colaboras, miras estando presente y eso te hunde en la sabiduría del alma y el recuerdo de lo aprendido en tantas existencias anteriores. Se llega a este paso tras una tremenda aceptación y rendición donde te sientes cómoda sin saber y sin ceder a la pretensión del control: dejando que la vida sea y sin molestarte tan siquiera en enjuiciarla. Hablando menos, callando, observando silenciosamente se llega al vacío del silencio, allí donde comprendes que ya no hay nada que manejar, tan sólo ser consciente de estar inmersa en ese momento rebelador. Entonces, te sientes tú y te sientes limpia, pura, libre e inocente como una chiquilla. Tan inocente que ya estás desintoxicanda de tus juicios y abres la puerta del ser, aquella donde todo cae por su propio peso y en la que sólo estáis el instante y tú, aunque tú no te percibes separada del instante. Sólo aparece ante ti lo correcto, lo divino, lo idoneop y la existencia cobra el sentido de ser, aquél que reverencia la vida como el milagro que es, como la enseñanza que nos eleva y nos convierte en lo que hemos venido a ser. Emitimos, entonces, una vibración tan amplia y pura que todo lo que no se le asemeje, simplemente, la atraviesa y se va, como un ruido destinado a acallarse. Es la esencia del momento: la única que conversa con nuestra alma y lo hacen como si fueran viejas amigas o almas gemelas, que han venido a completarse.
Al igual que la luna precisa de la noche para brillar, nosotros hemos precisado del dolor, del sufrimiento y del hastío para comprender que para perfeccionarnos e integrarnos en los opuestos, primero hay que cabalgar de un lugar a otro de la dualidad para llegar con nuestra montura a la cima del conocimiento, el cual habrá empezado por conocernos a nosotros mismos, despojándonos de ropajes y adornos que interferían en nuestra libre y genuina expresión del alma.
Como niños que todos fuimos y somos, hemos venido a reinar en nuestro Universo y a tomar el cetro para desempeñar la misión del alma. Ése cetro sólo nos está reservado a nosotros. El cetro guarda secretos tan osados capaces de cambiarnos a nosotros y al mundo. Y es que sólo desde el refugio de nuestra soledad, de nuestra intimidad con el corazón, lo hermoso en nosotros puede emerger transparente como un lago que fluye sereno y que no precisa para ello de nada más que de sí mismo. Pues el ser no depende, el ser es.