La sirena disfrutaba de largas estancias en el mar y breves, en cambio, en el aire junto al niño y, el niño, a la inversa, aunque cada vez conseguía alargar la duración de sus viajes al mar gracias a la creciente capacidad de sus pulmones. En cierta manera, ambos permanecían en el mar y en el aire de forma opuesta, la sirena más en el mar y menos respirando en el aire, y el niño, al revés pero era como si el destino hubiera reunido a ambos para conciliarse con sus opuestos.
La sirena le contaba cuánto le dolía la contaminación que envenenaba el fondo marino y el niño le respondía que cada vez existía una mayor conciencia ambiental pero que aún quedaba camino por labrar.
Por las noches, la sirena recorría los caminos relucientes que la luna y las estrellas tejían en el mar para llenarse del magnetismo y de la energía de la luna y esparcirla después en las profundidades. Se preguntaba como caminar, sentir la tierra bajo sus pies, como sería respirar el aire siempre, escuchar sonidos que no fueran los marinos o percibir la caricia del viento o el susurro del aire en el oído. A su vez, el niño antes de dormirse pensaba en su sirena, en cómo debía estar disfrutando del eterno contacto con el agua y la sensación de ligereza, liviandad y libertad que otorga el deslizarse en el arrecife coralino, nadando entre la belleza y el colorido de las especies que lo habitan. Se preguntaba como sería no sentir nunca el peso del cuerpo, ¿tampoco sentiría ella el peso de las emociones?
Por la mañana el niño se zambullía en el agua y su sirena esperaba a su invitado para seguir compartiendo con él los secretos del océano y así, entre ellos, fue creándose este punto de encuentro hasta el día de hoy.