Una piedra encantada en forma de asiento invita a la reina a sentarse en el trono y a tomar posesión de su cetro real. Ese cetro que ostentó como la maestra espiritual que fue en otras vidas y que ahora retorna a ella por derecho de nacimiento y de evolución personal.
La reina contemplaba el paisaje que rodeaba a los aposentos reales. Aquel lugar lloraba niebla y las formas parecían esconderse, melancólicas de su estado original de luz.
Con el cetro entre sus manos, la reina iba recordando como por arte de magia.
-Todos venimos a recordar- dijo la reina.
La niebla, que gobernaba los parajes del castillo real, parecía esconder secretos. Eran secretos que sólo el sol podía desvelar por lo que la niebla se mantenía firme en su densa presencia para, así, impedir que alguien pudiera descifrar los mensajes de la luz y que todos siguieran siendo sus cautivos.
Pero la reina había estado en dimensiones de luz y, de hecho, ella era su canalizadora y su mensajera pues su corazón noble y auténtico era incapaz de enmascarar la verdad que yace en el don de una vida de luz.
-Todo el que nace tiene derecho a ser y a sentir y la niebla ya no va a esconder eso -dijo la reina.
Así que la reina pidió ayuda al guerrero-sol, el cual se alzó majestuosamente en el horizonte para ejercer su papel de astro-rey con el objetivo de derrotar a la niebla la cual no opuso resistencia y marchó, sigilosa y cobarde, a otro mundo en el que puediera seguir robando la verdad del ser a los demás.
Todos agradecieron al sol que su luz cegadora hubiera vencido al caballero de la niebla, ese caballero que con su velo había mantenido aletargados a todos los elementos de aquel lugar hasta entonces hechizado y que ahora había descorrido el telón de la libertad.
El sol se erigió como el soberano del mundo del cielo y la reina, como la soberana del mundo de la Tierra y ambos sellaron una alianza para proteger a ambos mundos del mal y de la confusión y que todos en ellos pudieran vivir su verdadera identidad.