Las casas de piedra frente al río son la atalaya vigía y callada de la belleza y el sonido tranquilo de esta agua. Son aguas bañadas de espiritualidad y de luz divina que, en actitud silente y reservada, fluyen serenas en su curso y manan de una fuente celestial con la virtud de alimentar el planeta.
El agua lo limpia todo a su paso y tiene la virtud de purificar las mentes que se dejan seducir por la armonía y la pureza que emana.
A su paso el agua hace callar las voces alteradas y les transfiere un susurro angelical que las reconecta con la paz del alma. Sin duda, este río está custodiado por hadas y elfos.
El manto de nieve acaricia la cumbre de las montañas que presiden este pueblo de cuento de hadas con un encanto que enternece los corazones que lo habitan y dulcifica sus palabras.
La niebla a lo lejos se ha posado mansamente en este paraje montañoso y se confunde con las siluetas del entorno para hacerlas invisibles a los ojos de los demás. Es como si quisiera preservar la apariencia de las formas que tienen la dicha de formar parte de este lugar cuya expresión es salvaje y libre.
Lo sagrado se eleva por encima de los picos nevados hasta alcanzar el vuelo de los ángeles.
Más abajo, la corriente del río transcurre con fuerza y deja atrás lo obsoleto para alinearse con lo nuevo que viene a enriquecer nuestras vidas.
Los rayos del sol se dejan caer amorosamente sobre la superficie acuática y esta fusión del agua y de la luz, me maravilla, me ancla en el presente y me demuestra que nada es imposible y que todo puede completarse con todo.
Este día de sol resulta una bendición en este frío invierno y me recuerda que lo inesperado puede convertir un día cotidiano en un milagro.
En un tramo del río tan oculto que parece secreto a las miradas ajenas, me sumerjo en un baño imaginario y tibio, coronado por una neblina de tonos verdes y azules, símbolo del equilibrio entre el mundo vegetal y el acuoso.
Me empapo de esta gama cromática y me visualizo recibiendo una lluvia reiki de esta energía singular de color azul-verdosa que me restablece al estado natural de serenidad.
Cuando las nubes tapan el sol, doy por concluida mi jornada en el río, dando las gracias por cada rayo recibido y por recargarme en el agradable ruido de fondo del río, un placer de dioses, que me lleva camino del silencio interior.
Y desde aquí agradezco el don de la vida y a todo lo que ha contribuido a que esté aquí y ahora.
A su paso el agua hace callar las voces alteradas y les transfiere un susurro angelical que las reconecta con la paz del alma. Sin duda, este río está custodiado por hadas y elfos.
El manto de nieve acaricia la cumbre de las montañas que presiden este pueblo de cuento de hadas con un encanto que enternece los corazones que lo habitan y dulcifica sus palabras.
La niebla a lo lejos se ha posado mansamente en este paraje montañoso y se confunde con las siluetas del entorno para hacerlas invisibles a los ojos de los demás. Es como si quisiera preservar la apariencia de las formas que tienen la dicha de formar parte de este lugar cuya expresión es salvaje y libre.
Lo sagrado se eleva por encima de los picos nevados hasta alcanzar el vuelo de los ángeles.
Más abajo, la corriente del río transcurre con fuerza y deja atrás lo obsoleto para alinearse con lo nuevo que viene a enriquecer nuestras vidas.
Los rayos del sol se dejan caer amorosamente sobre la superficie acuática y esta fusión del agua y de la luz, me maravilla, me ancla en el presente y me demuestra que nada es imposible y que todo puede completarse con todo.
Este día de sol resulta una bendición en este frío invierno y me recuerda que lo inesperado puede convertir un día cotidiano en un milagro.
En un tramo del río tan oculto que parece secreto a las miradas ajenas, me sumerjo en un baño imaginario y tibio, coronado por una neblina de tonos verdes y azules, símbolo del equilibrio entre el mundo vegetal y el acuoso.
Me empapo de esta gama cromática y me visualizo recibiendo una lluvia reiki de esta energía singular de color azul-verdosa que me restablece al estado natural de serenidad.
Cuando las nubes tapan el sol, doy por concluida mi jornada en el río, dando las gracias por cada rayo recibido y por recargarme en el agradable ruido de fondo del río, un placer de dioses, que me lleva camino del silencio interior.
Y desde aquí agradezco el don de la vida y a todo lo que ha contribuido a que esté aquí y ahora.