viernes, 16 de diciembre de 2011

Mi paseo con las hadas, los elfos, los gnomos y los duendes del bosque


Un viejo chopo me ofrece el asiento de su tronco. Tras él, el ruido de fondo del río rompe el silencio de este paisaje verde, sublime y encantador que reconozco con el asombro de una niña y que reverencio con el acogimiento de un alma silenciosa que halla su paz en lo sagrado.

El tronco del chopo tiene forma de silla en uno de sus laterales. Ese asiento parece que ha estado mucho tiempo esperándome y no sólo a mí sino también a otros caminantes que desean hacer un alto en el camino para recrearse en la belleza del lugar.

Sentada, escucho el ligero chasquido de las hojas al caer al suelo. El otoño preside ese entorno divino y coloreado que engulle mi atención hacia su naturaleza misteriosa y callada.

Las ortigas alrededor del chopo me trajeron episodios de mi infancia en las montañas. Mis juegos transcurrieron en el campo junto a ellas. Las ortigas no me gustaban porque al tocarlas, me picaba la piel y me salían unas erupciones molestas que desaparecían al cabo de poco. Sin embargo, de mayor me beneficié de sus cualidades beneficiosas para el cabello.

En cada árbol, en cada planta, en el curso de ese río detrás de mí, reconocía la paz que de pequeña habitaba en mi alma. Deseaba recuperarla y que se quedara conmigo para siempre a pesar de todo. Ese era mi mayor propósito y las ortigas estaban ahí para recodármelo. Algún pensamiento juguetón me susurró que yo era silencio y que debía trascender mi ruido mental y el de mi entorno habitual. La vida iba a ser mi maestra para esto. Algo me decía que no me estaba imaginando nada.

Desde pequeña había estado ligada a los seres elementales de la naturaleza: hadas, gnomos, duendes y elfos, por supuesto, mis favoritos: los ángeles. Les pedí en mi interior a todos ellos que me desvelaran los secretos para me recordaran como volar, encontrar mi silencio interior y desarrollar una mente neutral, libre de juicio y de condicionamientos externos para poder vivir en libertad y poder ser lo que había venido a ser: una embajadora entre el reino de las hadas y el de los humanos. Un aleteo rápido y sonoro de un ave que en ese preciso instante cruzó cerca de mí sin ser vista, me confirmó que los seres alados habían escuchado mis peticiones y que se habían comprometido a atenderlas. En agradecimiento, les hice una ofrenda de pétalos de rosas y prometí traerles minerales en el futuro. Adoran esas piedras.

Cada paso en esa naturaleza preciosa y mágica, me acercaba a la niña libre, alegre y sin miedo que un día había sido pero que la vida se encargó de apalear para que se convirtiera en triste. Sin embargo, había llegado el momento de dejar eso atrás y de cortar con lazos insanos que me habían estado ahogando durante demasiado tiempo. Había adoptado el coraje de tomarme tiempo para aclararme, para llevar a cabo mi misión y decirle sí a esas almas que me estaban esperando en el mundo.

Seguía sentada en el chopo. Reparé en que detrás de mí había una pequeña pared de tierra, cuando una ligera cantidad de tierra, se desprendió por ella y me recordó que debía seguir mi camino. Ese lugar activaba al máximo mi intuición. De niña era muy sensible y receptiva a lo sutil y mágico y quería redescubrir ese don de nuevo.

Me paré unos instantes para recoger alfalfa para las aves que tenía en el corral de casa. De pequeña, mis abuelos tenías plantaciones enteras para alimentar a los animales de la granja. El alfalfa me conectó con mis recuerdos con ellos. En ese sentido, la naturaleza me estaba brindando un retroceso que me estaba haciendo mucho bien.

El ruido de fondo del río me calmaba y me transmitía que la existencia siempre sigue su curso y que la vida es un don que no hay que malgastar con pensamientos negativos, al contrario, que hay que aprovechar las dificultades para potenciar lo bueno que nos traen y visualizar con más fuerza que nunca todo lo positivo que reside en nuestra alma. De esta forma, nos rebelamos a nosotros mismos nuestros secretos, y con el aliento del pensamiento positivo, les conferimos la mejor de las vidas: la del momento presente destinado a materializarlos. Tener la valentía de visualizar lo bueno en plena dificultad le confiera la fuerza de un volcán.

Seguí caminando y vi una espiga de diente de león y le soplé para ver volar a sus semillas. De chiquilla solía hacerlo, mientras pedía un deseo. En esta ocasión, antes de soplar, pedí que la especie humana fuera digna de vivir en el mundo, convertiéndose en su protector.

Me senté ante el cauce el río para seguir dejándome subyugar el sonido relajante del agua. Los rayos del sol del mediodía impactaban en la superficie del río donde las olas sobresalían y provocaban la aparición de las burbujas en las bajantes. De pequeña, soñaba con poder cogerlas para soplar y ver como explotaban en el aire pero me resultaba imposible. Sólo podía hacerlo con las burbujas de jabón, no con las del agua del río. Se me antojaba como si el lecho del río protegiera a sus burbujas, otorgándoles vida eterna pues yo siempre las veía allí, dibujando sus formas perfectamente circulares sobre el regazo del río que las amamantaba. Además, las rocas del río se confabulaban con ellas para hacerlo posible. De pequeña percibía la naturaleza como un ente sintiente lleno de vida, muerte, cambio, regeneración y colaboración. Eso era algo que me fascinaba y que me enseñaba a aceptar los ciclos.

Dejé atrás el río y me acerqué a unos columpios. Me senté en uno de ellos y me dejé balancear en el aire, sintiéndome chiquilla y embargándome de la dicha del momento.

Me marché sin prisa de aquel lugar, agradeciendo en cada paso la alegría de sentir y de vivir desde mi corazón de niña.

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