La Guardiana de la Luna nos obsequia de nuevo con su sabiduría ancestral...
En
la superficie acristalada de un edificio, descansa el reflejo del cielo,
antesala de la belleza del Universo y emisario de los ángeles.
El cielo sonríe cada vez que nuestro corazón permanece abierto y las hadas aletean para festejarlo. Así es como cada uno de nuestros actos queda imprimido en el cosmos y afecta más de lo que pensamos. Por eso, es mejor centrarse en lo que es o en lo positivo. Ello nos eleva a un estado perfecto de bendición o milagro que acaba instaurándose de forma natural en la realidad vivida desde los ojos del ser: ecuánime y neutral.
Libre de opiniones, el ser es ese árbitro imparcial que ejerce sin pretenderlo, desde el desapego que provoca la caída del ego. El ser toma las riendas, siguiendo al alma y aventurándose en un caminar libre, ligero y espontáneo que acaricia el instante del ahora mismo, ese que se funde en la presencia. Estando presentes, soltamos, dejamos de interferir o inmiscuirnos y tampoco permitimos que otros lo hagan pues no nos sentimos obligados a complacer ni a someternos, tan sólo comprometidos con nuestra verdad, aquella que nace del conocimiento de uno mismo. Ese conocimiento nos llevará a conocer el resto y a no infestarlo con conceptos o prejuicios, si hemos conseguido una mente neutral, comprensiva y equilibrada. Una mente producto de la vacuidad que recibe la existencia como el mayor de los tesoros.
Aquella
existencia que sabe que cada lección superada es un regalo que nos
ofrece un mayor conocimiento, perspectiva y fe en los valores que nos
configuran como personas con humanidad, capaces de emocionarse con lo
simple y lo sencillo.
Esas
personas dan la bienvenida al instante de forma espontánea y natural e
irradian una luz especial que no precisa de palabras. Es la luz producto
de haber conquistado el silencio interior.