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El niño sonreía con el trino de los pájaros, fluía con la misma naturalidad que lo hace el agua e irradiaba chispas de felicidad, cuando los rayos del sol le tocaban el alma.
Un día una niña triste se le acercó. La niña no había conocido la alegría y era incapaz de reconocer los colores, pues la oscuridad y el llanto eran los huestes de su corazón. Pero algo impulsó a la niña a acercarse al niño. El niño le dio la mano y ambos partieron hacia el que iba a ser su nuevo camino.
El arco iris reverenció el momento, inclinándose con su colorida cola multicolor y las espigas del campo se doblaron mansamente al paso de los niños. La naturaleza había preparado ese encuentro pues aquellos niños habían nacido para experimentar las emociones que ennoblecen el alma y poderse sentir en libertad de ser y en el pleno reconocimiento de su propio espacio para el alma y el corazón.
Nada más tocar la mano del niño, la niña dejó de estar triste y, por primera vez, sonrió no sólo al niño sino a la vida. La luz que emanaba de esa sonrisa era potente como una cascada y montones de seres mágicos aplaudieron a ese milagro.
Aún hoy esos niños siguen caminando juntos y compartiendo su sonrisa.