Racimos de estrellas y cometas juguetones los siguen, velando por ellos allá donde vayan. Los juegos y las risas se suceden en una espiral gigante de inocencia y naturalidad que trasciende a cualquier emoción dañina que hubieran podido sentir con anterioridad y la purifica, alquimizando su esencia para retornarla a su equilibrio original.
La vegetación del lugar arrulla sus sueños y abraza cada momento que viven como una bendición eterna. Ellos son el milagro de aquel lugar y éste les retorna con creces aquello que les ha pertenecido siempre por el hecho de ser y de existir.
Son niños que han perdonado el dolor sufrido y que ahora se abren a su luz interior y se sienten florecer en cada instante, sienten la vitalidad del ser como el mayor de los regalos. Pasean de la mano de su alma amiga y ellos le brindan sus palabritas inocentes y espontáneas las cuales revolotean con la energía de las alas de las hadas y se escapan hacia el firmamento hasta tocar el corazón de los ángeles emocionados con tal lenguaje infantil, que ellos encuentran divino y dulce.
Son niños que nos observan sin juzgarnos y nos animan a actuar desde el corazón, un lugar que no alberga dudas, donde se refugia nuestra certeza, ecuanimidad y sabiduría. Son niños que nos dicen que hay un padre o una madre en todos nosotros y que debe saber mirarlos con los mismos ojos que ellos nos miran a nosotros. También nos dicen que despertemos a la divinidad que reside en cada uno de nosotros y que aprendamos a escucharla para descubrir y disfrutar nuestra grandeza y brindarla a los demás.