Érase una vez un hada que se hallaba observando desde hacía tiempo a un niño. Lo había atraído hacia él su corazón noble y limpio y a ella le agradaba adentrarse en sus emociones y sentir su silencio interior. Era un niño tranquilo y sensible que vivía en una granja en el bosque y desde pequeño había aprendido a amarlo y a respetarlo.
Conocía el lenguaje de los animales y le encantaba jugar con la brisa. En el bosque siempre había encontrado a un amigo invisible que se hallaba presente en el borboteo del agua, en el movimiento de los animales y en suave el balanceo de las ramas de los árboles con el viento en otoño.
El hada quería que su vida mejorara por lo que le envió con su aliento de luz la prosperidad suficiente para que el niño y su familia pudieran mudarse a una mansión en una población cercana a la ciudad. La familia fue feliz por ello pero el niño echaba de menos la intimidad de las praderas, las luces de las luciérnagas en las noches de verano, el canto de los grillos que retaba al silencio nocturno y la brisa juguetona que se colaba entre las vigas del granero de su antigua granja junto a los rayos del sol.
El niño sentía melancolía por la espontaneidad de los animalitos y el vuelo grácil de la alondra o la majestuosidad de las alas de las águilas, esos señores que reinaban en el cielo de las alturas y que vigilaban las cumbres nevadas. A veces, el niño soñaba con que esas enormes alas lo abrazaran. Él consideraba a las águilas como los vigías del cielo y sabía que algún día sus alas protegerían al mundo.
Al niño su mamá le leía cada día cuentos de hadas. Las hadas velaban por los animales y las plantas del bosque. El niño se imaginaba en secreto siendo invisible como ellas y mirando a los demás con una mente neutral libre de juicios y de cargas. Esa ligereza le hacía elevarse por encima de sus pensamientos.
Un día el hada consiguió ver la luz del corazón del niño y se dio cuenta que con la nueva situación, el niño había dejado de ser tan feliz como cuando lo era en el bosque, cerca de los árboles, de los lagos, de la caricia del aire, de la frescura de las gotas de rocío y de la belleza del amanecer. Así que el hada propició que un día el niño, ahora ya adolescente, se acercara al bosque y se percatara de que la granja de su infancia estaba en venta. No se lo pensó dos veces y convenció a sus padres para que la adquirieran. Fue restaurada y desde entonces él sigue contemplando las estrellas desde el techo abovedado de su alcoba y dándole las gracias a su hada por el retorno a su adorado hogar.