Érase una vez una flor que había conseguido crecer en pleno desierto. Estaba sola desde el primer día que empezó a germinar en tan caluroso clima y desde ese primer día ella se preguntaba qué estaba haciendo en medio de la nada. Llegó a la conclusión de que ella era el fruto del milagro de la existencia y de ese poder de la vida en sí misma que se manifiesta a pesar de las circunstancias.
Enseguida empezó a notar lo duro que resultaba subsistir en tan árido y tórrido lugar. Resistir al calor extremo durante el día y a las tormentas de arena que precedían a la noche, se le hacía insoportable y una y otra vez clamaba al cielo su sufrimiento. El agua escaseaba y la sed se convirtió en su dueña y le mostraba la guadaña de la muerte. La flor empezó a delirar y a sentir que se desvanecía. Entonces, una tormenta se desató en ese inhóspito paraje y un estrepitoso ruido de rayos y truenos se apoderó del cielo. Sin embargo, el agua de lluvia caída en la tormenta le aseguró unos días de supervivencia. Pero al cabo de escasamente una semana la flor empezó a marchitarse por la falta de humedad y de alimento. Empezó a llorar y a desesperar pues se convenció de que nadie iba a ayudarla. Además, ella no se podía mover: ¿cómo iría en busca de ayuda?, ¿con quién hablaría, si no tenía boca?
Justo cuando sus hojas empezaron a secarse, un ermitaño que cruzaba el desierto la regó con su cantimplora y la flor se reavivó. El ermitaño prosiguió su camino, mientras la flor le agradecía en silencio cuanto había hecho por ella. No obstante, al cabo de unos días la flor empezó a perder fuerzas por la escasez de agua. Además, el calor del mediodía la estaba debilitando y la fuerza de la ventisca en las tormentas de arena había arrancado algunos de sus pétalos.
-Sin pétalos no soy hermosa para nadie. ¿Quién se fijará en mí para salvarme? Sé que pereceré.
Y la flor se resignó a su destino y se entregó a la idea de la muerte. Pero una brisa húmeda oyó su lamento. La brisa estaba cargada de humedad pues provenía de un oasis que estaba a unos kilómetros de allí. La brisa abrazó a la flor y la consoló. Luego le pidió a la flor que no se desanimara y que creyera en el ritmo del Universo que siempre impulsa la existencia, mágica, imprevisible y sabia en sí misma.
La flor absorbió la humedad de la brisa y le dio las gracias. La brisa siguió soplando, ligera y libre.
-Si yo pudiera correr y volar igual que la brisa… -suspiró la flor.
Al cabo de un par de días, a la flor le crecieron nuevos pétalos.
-Hoy me siento más hermosa que nunca – se dijo la flor para sus adentros-. Lástima que siga teniendo sed y que del cielo no caigan gotas de lluvia.
El calor azotaba a la flor. En ese momento, una caravana se paró delante de la flor y de ella descendió una niña acompañada por sus padres. La niña se agachó ante la flor y la besó. Esa niña tenía el pelo mojado y, en ese breve beso, la flor pudo percibir como la humedad del pelo de la niña se trasladaba a su interior y le refrescaba el tallo y las hojas.
-Gracias, niña –le dijo la flor.
-¿Quieres venir conmigo? –le preguntó la niña a la flor.
La flor asintió y la niña la trasplantó a un tiesto. Los padres, la niña y la flor siguieron su viaje hasta el que sería el nuevo hogar de la flor: una granja en el campo donde ahora la flor vive primavera tras primavera en los pastos que rodean a su nuevo lugar.