Desde tierras muy lejanas, tan lejanas
que podría decirse que pertenecían a otro planeta, vino aquí un conejo volador
cuya casa estaba más allá del espacio estelar. En su planeta de origen las
sonrisas elevaban sus alas de tal modo que permitían abrazar el sol y disfrutar
de la caricia de sus rayos. Además, los habitantes de su planeta por la noche
soñaban realidad mientras que, por el contrario, durante el día vivían sus
sueños.
Las playas eran diferentes a las del planeta Tierra pues allá las
playas lo eran ¡pero de agua dulce! y la arena era de polvo de estrellas. En
esas playas las estrellas bajaban a bañarse a la orilla del mar, cuando
conseguían escaparse a hurtadillas del cielo.
El primer lugar de nuestro planeta al que aterrizó nuestro conejito
volador fue en un desierto. ¡Hacía tanto calor! En su planeta, en cambio, la
temperatura solía ser tan ideal que a menudo las estrellas a veces bajaban al
suelo, embriagadas por el clima idóneo que las atraía dulcemente. Así que, como
hacía tanto calor, el conejito decidió visitar otro lugar del planeta terráqueo
y voló hasta una casa situada en un claro en el bosque en la que habitaba una
encantadora familia. El conejito se emocionó cuando vio a una madre que a
abrazaba y besaba a su bebé, hecho que le demostró la ternura que irradia en
cada ser humano. En cambio, en el planeta del conejito todos eran tan autónomos
que no precisaban ayuda ni protección ajena. Sin embargo, el amor que se vivía
en el planeta Tierra era diferente…
En el planeta Tierra el conejito pudo presenciar como los padres
luchaban para sacar adelante a sus hijos, con una sonrisa en el corazón.
También observó como los humanos desarrollaban una actitud de fe en sí mismos y
de entrega y sacrificio para cumplir sus sueños.
El conejito también voló hacia poblados devastados por el clima en
los cuales algunos de sus habitantes habían perdido sus hogares y, por primera
vez, fue testigo de la tristeza y la desolación. Pero también lo fue de la
solidaridad y la unión, cuando vio como esas personas eran ayudadas a
reconstruir sus casas con tanta alegría brotando de sus corazones que el
conejito no pudo evitar sentirse contagiado por ella. Si algo admiró en ese
momento el conejito de la raza humana fue en su inquebrantable fuerza para
vivir el camino de sus sueños.
Finalmente, el conejito aterrizó cerca de la madriguera de otros
conejos terrestres y contempló como éstos rascaban la tierra con sus patitas y
la agradable sensación que parecían tener, cuando el aire les rozaba al correr.
El conejito volador se impregnó de la frescura de las briznas de hierba tierna
y de la libertad y de la liviandad que notaba cuando caminaba a saltitos junto
a esos conejos de la Tierra
que tantas cosas diferentes a las de su planeta le estaban enseñando. Por otra
parte, sentirse integrado en el alma de ese grupo era algo que lo hacía
sentirse mejor. Sin embargo, sus amigos los conejitos de aquí le brindaron una
última lección: las sensaciones que brinda el presente constituyen una poderosa
herramienta para anclarse en el ahora, lo único que cuenta, a pesar de todo.
El conejito volador partió hacia su planeta y transmitió a los suyos
el respeto a nuestro hermoso planeta, vivo y sintiente.
Extraído de mi libro Cuentos de hadas y oraciones para la Madre Tierra editado en Bubok