Érase una vez un águila que sobrevolaba a menudo el castillo del rey.
Le gustaba volar sobre tan imponente edificación, que se alzaba sobre
las montañas. Lo que más le gustaba de palacio era ver ondear las enormes banderas
del reino, las cuales siempre se movían a merced del viento y desplegaban la belleza
de los colores del territorio del monarca.
Un día, el águila, como de costumbre, estaba sobrevolando el
castillo cuando vio que el mástil que sujetaba la bandera iba a caerse, como
consecuencia de un golpe de fuerte viento que azotaba ese día al edificio.
Bajo el mástil estaba el rey, quien fue salvado por el
águila, la cual se lanzó en picado a una gran velocidad, para impedir justo a
tiempo que el gran mástil aplastara al monarca, empujando y propinando un
picotazo al gobernante para que se apartara del peligro.
El rey, agradecido, pidió al águila que se quedara para
siempre con él para seguirle protegiendo pero el águila adoraba la libertad del
vuelo en las montañas y a sus queridas crías, que le estaban esperando en el
nido. Además, pronto les enseñaría a volar y esa experiencia para el águila era
un regalo que la vida le brindaba en cada crianza.
Sin embargo, el águila le prometió al rey que seguiría cerca
de él, sobrevolando el castillo y cuenta la leyenda que una familia de águilas
es desde entonces la vigía del castillo del reino.
Cuento publicado en mi libro Cuentos
de Hadas para niños y adultos editado por Bubok Publishing, S.L. en
2011