Érase una vez un águila que vivía en unos picos tan elevados, salvajes y recónditos que se creían secretos. Su nido se asentaba en lo alto de una montaña que para muchos estaba tan perdida, que ya era una leyenda la cual contaba que esa montaña increíble e inexplorada por el ojo humano estaba más cerca del corazón del cielo que del de la tierra. Se decía que en su cima nacía el silencio el cual descendía sigiloso hacia el suelo de la tierra para que su rostro terráqueo dibujara una sonrisa apacible y se extendiera por doquier.
El águila se sabía afortunada por sobrevolar tan salvajes parajes y fundirse en la ligereza del aire. Para él su vuelo significaba libertad y experimentar, desde el aire, a su alma animal en su plenitud y gracia. Solía desplegar sus alas y dejarlas inmóviles para ir cayendo lentamente a merced del viento hasta remontar el vuelo ascendente y volar hacia el sol. En la falda de las montañas había un pequeño palacio perteneciente a un reino misterioso y acogedor, que sólo unos pocos conocían. La vida fluía calma, discreta y resplandeciente a la luz del alma de sus escasos habitantes cuya principal característica era la elevación de espíritu. Por eso, el águila no temía volar cerca de esas personas respetuosas, que amaban a las criaturas que habitaban en las montañas y en los bosques sagrados, que se alzaban sobre el seno de las montañas.
En el palacio la princesa lloraba la pérdida de unas valiosas joyas pertenecientes al linaje dinástico, que habían sido arrojadas por error y extraviadas en una vorágine emocional de confusión, descuido y turbación. Se sentía una irresponsable por ese acto cometido, en un momento efímero en que ella se había dejado dominar por emociones dañinas que habían nublado la claridad mental de la que habitualmente gozaba. En el esfuerzo por perdonarse a sí misma para no sentirse culpable y esclavizarse en su ego, vio al águila desplegando su vuelo imponente y sereno ante el palacio:
-Ojalá yo fuera ese águila y tuviera sus alas y su vista para ir a la búsqueda de lo que ahora yace oculto– pensó la princesa.
La princesa no lo sabía, pero el águila oyó su lamento y su deseo.
Así que el águila escudriñó con su vuelo todo el reino, cada rincón de la cordillera de montañas hasta que vio una luz dorada cerca de una especie de vertedero donde se depositaban los vertidos inorgánicos, a la vez que los vertidos orgánicos eran reciclados y transformados. Esa luz dorada era la luz que el sol irradiaba sobre algo metálico. El águila descendió y comprobó que el sello real estaba impreso en cada una de las cadenas y anillos de piedras preciosas en los que la luz solar se reflejaba. Sin duda, eran las joyas de la princesa. Con sus robustas garras, el águila las agarró.
Ese día, la princesa miró al cielo con esperanza, con la expectativa de ver al águila en el que ella había deseado convertirse. Y allí apareció el ave, dejando caer las joyas al suelo en el balcón real. La princesa lo vio todo y, emocionada y agradecida, se acercó al águila para decirle:
-El Universo me ha dado una sabia lección y en mi llanto aprendí a no aferrarme a estas pertenencias y a renunciar a ellas, a no apegarme. Así que te las brindo, querida águila, para que las distribuyas en la causa noble que tú elijas. Parte con ellas. Por tu detalle ha sabido que eres la más noble de las criaturas y confío en tu sabiduría y en tu intuición.
El águila asintió y las dejó en la puerta de una humilde organización medioambiental, que difundía una conciencia de respeto y de amor al planeta tierra y que estaba regentada por un anciano indio, vinculado desde niño al equilibrio natural y al mantenimiento de la pureza y de la belleza que reside en el alma y en el estado originario del planeta que nos acoge: en sus bosques, en sus aguas, en sus montañas y en cada rincón del hábitat terráqueo, legado para los humanos. Y así era como el anciano indio consideraba al planeta azul como el mayor de los tesoros y a él había rendido y entregado su vida. Consideró que las joyas eran una bendición de la Madre Naturaleza y como esas joyas provenían de un corazón bondadoso, pudo llevar a término un ritual secreto para el que se necesitaba esta base de inocencia y de amor noble, que estaba impregnado en las joyas pues el amor y el respeto que la princesa sentía por sus súbditos era auténtico y honesto.
De este modo, el anciano enterró una parte del oro y de las joyas, multiplicándola enormemente gracias a los conocimientos ancestrales de su familia que habían pasado de generación en generación y que les había transmitido la misma Madre Tierra. El anciano efectuó un rito sagrado y mágico en el vientre del planeta para que contribuyera al ciclo de la mineralización con la asistencia de la acción volcánica. Además, a nivel espiritual la vibración de los minerales se transmutó en ondas energéticas de amor y de sanación emocional y física. El sabio anciano también utilizó esas ondas para enriquecer la mineralización del agua dulce del planeta en la composición del agua en su curso hacia el mar y pidió con los ojos llenos de lágrimas que no sólo recibiera las aguas una equilibrada mineralización sino que el caudal del agua dulce de todo el planeta también fuera restablecido y llegara intacto hasta el mar, para que toda la humanidad pudiera beneficiarse y también para que las especies marinas se nutrieran de tan enriquecida agua, fuente de vida, de dicha y de salud terrenal, pues el planeta azul le debe su nombre, precisamente al agua, ese precioso líquido que regala hidratación y vida.
La otra parte de las cadenas y anillos de la princesa fueron donadas a los pobres y a organizaciones de erradicación de la pobreza y también de ayuda a los ecosistemas pues el anciano indio amaba al planeta por encima de todas las cosas, nada le importaba más que la preservación del entorno natural, de lo que los suelos y las diversas capas que la tierra alberga, creadas hace miles de millones de años. Para él, el latido de La Tierra debía de establecerse en un sistema de arterias completamente sano en el que especies animales y personas convivieran en armonía y en paz con los ciclos naturales y las estaciones. El buen anciano también sabía que este lecho de paz y de conciencia de sensatez también sería el asiento de criaturas divinas, celestiales que contribuyesen también a vivir en los valores de la espiritualidad y la luz que irradia en cada uno, esa parte no física que nos une a la totalidad y a la infinitud del cosmos a la que pertenecemos.
El anciano escribió un tratado con todo lo que le rebelaron estos espíritus naturales que luego fue respetado, difundido y aplicado por todo el planeta por hombres sencillos y comprometidos, de gran sensibilidad y elevación espiritual.
El anciano, el águila y la princesa se sentían enormemente satisfechos por todo lo que habían contribuido a crear esas joyas y desde ese momento, el águila se convirtió en el ángel protector de la princesa. Esta ave rapaz cada día sobrevolaba con su aguda vista el palacio real para velar y proteger a la princesa. Tras su vuelo en el edificio real, el águila volvía al nido donde le esperaban sus hambrientas crías, que habían quedado al cuidado de su madre, y allí eran alimentadas y protegidas.
Un día el águila enseñaría a volar a sus crías y les instruiría en la supervivencia en la naturaleza así como en la belleza, la profundidad y la emoción que suponía tener la fortuna de volar y reinar en ese vasto cielo que tocaba la cima de los picos nevados, esos picos montañosos en los que el soberano animal era el águila, ese ave poderosa, de fuertes garras y de majestuoso vuelo, cuyo corazón y alma está naturalmente conectado a su hábitat al igual que el resto de las especies animales.
Las noches acariciaban a las montañas con la luz de las estrellas y el halo plateado de la luna y los días asistían orgullosos con la complicidad de los rayos del sol para deleitarse en la belleza que desde entonces reinaba en la faz del planeta Tierra y en la divinidad de la luz, macerada en cada uno de nosotros desde nuestro nacimiento y que era considerada una de las mayores bendiciones.