Racimos de estrellas iluminan mi alma y me muestran el camino en un mundo encantado donde la ilusión camina a mi lado, alentada por los suspiros de los ángeles.
En la oscuridad de la noche todo cobra forma a través de una luz invisible, perceptible a mis ojos, que me guía en una estela de besos y de juegos hasta mi silencio interior, donde una sabiduría ancestral yace desde la eternidad y se posa en los pensamientos más sublimes. Desde el silencio se abre la flor del conocimiento y de la certeza que nos acerca a nuestra misión desde la intuición y la confianza en uno mismo. Sólo desde el corazón somos nosotros mismos. Él tiene latido y voz y experimentar su sonrisa nos eleva a aquello que hemos venido a hacer.
Me confundo con la brisa y me dejo arrastrar hasta la superficie de un río donde me hechiza el fluir sonoro y tranquilo del agua, ese fluir de la corriente que sigo eternamente y que me cautiva desde mi nacimiento. El río desemboca en un mar donde el olor a sal abre mis poros y purifica mi luz. Las olas rompen en la costa y en la arena recojo una caracola. La acerco al oído para oír el ronroneo del mar. Escucharlo por la caracola y a la vez presenciar el estallido de las olas en la orilla, me lleva a disfrutar enormemente de la vibración rítmica y energizante del océano ante cuya belleza me disuelvo y retorno al seno de la madre naturaleza. Ella me acoge en su regazo y me recuerda que he regresado a casa.