Érase una vez un águila que sobrevolaba a menudo el palacio imperial. Le gustaba volar sobre tan imponente edificación, que se alzaba sobre las montañas. Lo que más le gustaba de palacio era ver ondear la enorme bandera del reino, la cual siempre se movía a merced del viento y desplegaba la belleza de los colores del imperio.
Un día, el águila, como de costumbre, estaba sobrevolando el castillo cuando vio que el mástil que sujetaba la bandera iba a caerse, como consecuencia de un golpe de fuerte viento que azotaba ese día al palacio.
Bajo el mástil estaba el emperador, quien fue salvado por el águila, la cual se lanzó en picado a una gran velocidad, para impedir justo a tiempo que el gran mástil aplastara al monarca, empujando y propinando un picotazo al gobernante para que se apartara del peligro.
El emperador, agradecido, pidió al águila que se quedara para siempre con él para seguirle protegiendo pero el águila adoraba la libertad del vuelo en las montañas y a sus queridas crías, que le estaban esperando en el nido. Además, pronto les enseñaría a volar y esa experiencia para el águila era un regalo que la vida le brindaba en cada crianza.
Sin embargo, el águila le prometió al emperador que seguiría cerca de él, sobrevolando el palacio y cuenta la leyenda que una familia de águilas es desde entonces la vigía del palacio imperial del reino.