Ese color del atardecer se te presenta con un color especial hoy. El cielo se va apagando al compás del silencio y se va llenando de las primeras huellas que destiñen el día. La luz se va filtrando entre las capas de las nubes como si los ángeles te enviaran hoy los últimos rayos que yacen como dormidos en un dulce morir que mañana renacerá nuevo y hermoso.
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Así es el paso del tiempo, siempre cíclico y transitorio. La temporalidad del tiempo te hace pensar en lo perecedero, en las garras de una fragilidad en la que todos podemos caer y en la caducidad de la existencia, atemporal y finita a la vez. Sin embargo, esa fragilidad te enseña a amar más la vida, incluso lo minúsculo como las pequeñas flores, los insectos y las avecillas que adornan el campo con sus trinos y melodías, compitiendo éstas con la de sus espíritus protectores: los ángeles y las hadas. Nunca se sabe cuando algo valioso puede perderse, por eso es mejor amarlo tal y como es y, si se va, siempre nos queda el amor y el cariño experimentado.
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Percibes el amor como ese sentimiento que engrandece la humanidad pero para que resulte verdadero debe de quedar imprimido en el alma, en el instante. El amor no debe estar contaminado por preferencias, prejuicios o cualquier rastro de confusión mental pues en tal caso no es amor sino dependencia, pretensión o exigencia. El alma es quien ama por lo que se es, el ego quien pide a cambio. Cuando alma y ego convergen entonces es cuando nace el verdadero hombre. Es entonces cuando el alma le toma el pulso a la vida y plasma en ella su belleza, talentos o virtudes, erigiéndose como el emblema que nos pertenece por derecho de nacimiento.
La tarde sigue cayendo lenta y plácida en tu colina mágica. Escuchas susurros en la maleza y crees que son los de los duendes y gnomos que te observan a lo lejos. Pronto comenzará la danza de las hadas y no quieres perdértela. Por eso, permaneces quieta, callada y oculta para ejercer de vigía muda de tal escena, una escena que te conmueve y eleva el pálpito de tu corazón hacia la luz.
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Amas a las hadas desde niña y admiras a los elfos por su destreza en la lucha y sus habilidades espirituales. Te encanta escribir sobre ellos y dibujarlos. Algo divino te asiste cuando lo haces, te revitaliza y te hace sanar tus aferramientos terrenales. Te convierte en un ser más libre y te da las alas que antaño tenías cuando volabas como una hada más en los cielos del reino de los cuentos.
Autora: María Jesús Verdú Sacases
Texto e ilustración inscritos en el Registro de la Propiedad Intelectual