Érase una vez un leñador que vivía en una pequeña cabaña en el bosque. Un
día se hallaba talando leña en el cobertizo y tras el montón de troncos
apilados, descubrió a un gnomo asustado y tembloroso.
-No temas pequeño. Los que respetáis el espíritu de la naturaleza sois mis
amigos. ¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás triste?
Al principio el gnomo, se resistía a hablar pero consiguió balbucear
algunas palabras.
-Perdido, bosque, aquí –dijo el gnomo.
-¿Te has perdido, pequeño gnomo? ¿Cómo puede ser eso? Los gnomos de la
naturaleza conocéis todos los secretos del bosque y todos los caminos –afirmó
el leñador.
-Soy muy joven –confesó el gnomo- y salí con mi familia hacia el corazón
del bosque, al poco de nacer. Me distraje con la belleza de la luz de la luna y
de las estrellas, quise correr tras ellas, pero el amanecer me sorprendió y
entonces me di cuenta que mi familia ya no estaba conmigo y de que estaba solo.
Caminé hasta llegar aquí, junto a ti.
-No te preocupes, tu familia no tardará en dar contigo –le tranquilizó el
leñador-.Debes de estar hambriento, querido amiguito-.
-Sí –le dijo el gnomo.
Así que el cazador dejó en el suelo el hacha con la que estaba trabajando y
acompañó al gnomo hasta un rincón tan bello en el bosque que parecía mágico.
Era un paraje en el que el tiempo parecía haberse detenido. El silencio se
adueño de sus almas y sus corazones batían sus alas al viento en total
libertad. Allí el leñador le enseñó al gnomo lo que comían y así la pequeña
criatura pudo saciar su hambre.
-Caramba, veo que tú también conoces los secretos del bosque –le dijo el
gnomo al leñador.
-Bueno, digamos que amo lo que hago y el entorno que lo rodea. Nací en el
bosque y, aunque perdí a mi familia hace tiempo, mi lugar está aquí. Sé que el
Espíritu Verde de la
Naturaleza me susurra a cada instante y abre la llave de la
confianza y de la aceptación de cada momento, fugaz y efímero; único, perfecto,
indisoluble, entero. En cada momento reside la fuerza que impulsa cada paso. En
uno de esos momentos, sentí una luz tan profunda y familiar que era como si
formara parte de mí y desde entonces me volví sensible a la presencia de los
seres que al igual que yo, respetáis y amáis la naturaleza. Sin vosotros, no
perduraría. Así que aprovecho para darte las gracias.
-Eres el primer corazón humano que conozco y presiento que algo me ha
guiado a ti –le dijo el gnomo-. ¿Será el Espíritu de la Naturaleza?
-Seguro. Él siempre nos acompaña. Está en la brisa, en las gotas de lluvia,
en las estrellas y en las hojas de los árboles. Lo siento en los rayos del
amanecer, en la belleza rosada del crepúsculo y en todo aquello que se oculta
tras las montañas- confesó el leñador.
-Sí, presenciar y conectarte con el Espíritu te abre a lo que sucede sin
importar nada más –afirmó el gnomo-. Es una forma excelente de sentir un gozo
interno que siempre está ahí a pesar de todo.
Volvieron a la cabaña donde siguieron conversando. Esa noche el gnomo se quedó a dormir en la cabaña y desde la pequeña ventana de su habitación, contemplaba embelesado la bóveda celeste, ese cielo amoroso cuyas temblorosas estrellas acogen nuestros sueños y deseos y los muestran a la luz de la luna, la misma luz que indicó a la familia del gnomo su paradero. Así que, a la mañana siguiente, mientras los primeros rayos se desperezaban y acariciaban los pensamientos del leñador y del gnomo, llamó a la puerta la familia del gnomo. El pequeño gnomo salió de entre unos granos de trigo del granero. Había percibido su olor, su tacto y el ruido que hacían al caer al suelo. Le había resultada divertido coger un puñado de granos y dejarlos caer.
El gnomo se despidió del leñador y se marchó con su familia. Les contó lo
bien que se había sentido con el leñador y lo mucho que había aprendido de la
fugacidad y la dulzura del instante y también sobre la habilidad del Espíritu
de la Naturaleza
para manejar cada momento, ése mismo que conectaba a todos los seres entregados
al presente. También recordaba las últimas palabras del leñador:
-¿Dónde reside la magia de cada segundo?
-En verlo. No dejarlo huir. No lo
olvides.
El gnomo prosiguió adentrándose en la sabiduría ancestral de la naturaleza
junto a los suyos, aunque el roce de las hojas de los árboles con la brisa
matinal a veces le susurraba la generosidad que había tenido el leñador,
acogiéndolo en su hogar. ¿Qué estaría haciendo el leñador ahora?
-Es mejor no preguntarse por las respuestas y dejar que afluyan por sí
solas. Así cedemos el control al Universo –le dijo la brisa.
-¿De verdad? –preguntó el gnomo.
-Sí, porque desde el momento en que preguntamos, escapamos a lo que sucede
en ese segundo. Debemos mirar al segundo, sentirlo, interiorizarlo, no siempre
preguntar qué sucede, si miramos, confiamos. Simplemente, permitimos que
suceda. La naturaleza oye nuestros pensamientos, está en cada uno de nosotros y
hace que todo fluya armoniosamente, como el agua que fluye en el arroyo, mansa
y calma, en ciertos tramos, y fuerte y poderosa, en otros. De igual modo que
ella nunca para de fluir, siempre sigue su curso, de igual forma todo
transcurre. Los procesos se manifiestan y las cosas surgen- argumentó la brisa.
-Entonces, ¿es una buena opción hablar poco y de forma moderada, y sentir
mucho?-preguntó el gnomo a la brisa de los árboles.
-Sí –le respondió la brisa –pues hablar poco permite escucharse a uno
mismo, al entorno y a los demás. Apaciguar el pensamiento es un primer paso
para abrirnos a lo que realmente sentimos y necesitamos.
Hacía unos meses que el leñador había presentado un proyecto a las
autoridades de su zona para emprender el negocio de un aserradero. Recibió una
carta de autorización. Como el leñador era una persona comprometida con el
medio ambiente y con la preservación del entorno natural, una parte de los
beneficios se destinarían a crear zonas de repoblación y a conservar las ya
existentes para garantizar la existencia del latido de la naturaleza, de ese
espíritu que permanece en la respiración del mundo y en las raíces de los
árboles.
Los gnomos estaban felices pues sabían que podrían seguir existiendo y disfrutando de su amado bosque a la vez que jugaban con las hojas secas que se levantaban del suelo con el viento y les retaban a volar y dejarse arrastrar por la grandiosidad del cielo. Era una manera de saborear la infinitud silenciosa que subyace en el ahora.
El aserradero era próspero y facilitó la creación de nuevos espacios para el bosque, donde se plantaron varias especies de árboles. Ello supuso la creación de nuevas ocupaciones no sólo para la actividad del aserradero sino también para el cuidado de las nuevas zonas verdes creadas. En esas nuevas zonas también supuso un nuevo caldo de existencia para los seres que viven en la presencia del ser: los elementales de la naturaleza, los guardianes del espíritu, los seres de luz alados. Ellos constituyen el testimonio implicado en el proceso sabio y paciente de la madre naturaleza.
Gracias a la idea del aserradero del leñador, el gnomo presenció que la
creación de lo nuevo siempre atrae a más vida, a más de la que incluso hayamos
imaginado. Se trata de un juego infinito de interconexión amparada en la
creatividad y el entusiasmo que imprimimos en lo que ha brotado de nuestro
interior: ideas honestas que nos permiten ser nosotros mismos con la
autenticidad del ser y el compromiso con la vida que nos ha sido regalada.
Cuento extraido de mi libro de descarga gratuita Cuentos de hadas para niños y adultos de Bubok Editorial