sábado, 24 de noviembre de 2012

Cuento del muchacho que creyó en sí mismo y en los demás

Érase una vez en un lejano reino un muchado que desde su nacimiento aprendió a crear y a seguir a su corazón. Él fue consciente desde el principio de su papel de creador. Esto le procuraba una existencia pacífica y auténtica donde el esplendor de su ser se manifestaba de forma natural y espontánea en todo momento. Por esta razón, el muchacho se sentía bendecido en cada minuto del ahora y podía percibir claramente el milagro latente en todo lo que veía. 


Cada instante de quietud le proporcionaba una visión sagrada de la vida y de profundo entendimiento y respeto por todo lo que le rodeaba. Esta actitud de observación, interacción y sensibilidad hacia su entorno le permitió graduarse y prestar sus servicios en la edad adulta en una institución al servició de los demás. 

Las paredes del edificio donde trabajaba eran acristaladas por lo que la luz se filtraba a través de los cristales, volviéndolo todo calmo y transparente o del colorido de los rayos de la luz del sol los cuales se dejaban caer sobre las escaleras blancas para transformarlas en un hermoso arco iris de colores cósmicos sobre el que las hadas, elfos, duendes y gnmos derramaban sus dones y bendiciones. 

En ese edificio todos recibían de forma sutil la magia del reino de las hadas por lo que la creatividad y la expresión del alma y del corazón eran la nota que componía la melodía del día a día. 

Las nubes se dejaban caer mansamente sobre los cristales de ese edificio tan elevado, limpio y puro que parecía un templo donde la paz infinita hacía estallar la belleza que todos llevamos dentro y que sale a relucir en el cumplimiento de nuestra misión de vida. 

El muchacho, ahora convertido en adulto, se sentía en un estado de completa serenidad y liviandad, cuando seguía adelante con su propósito lo cual, a su vez, le proporcionaba el coraje, la claridad, la sensatez, la determinación y la paciencia necesaria para seguir llevándolo a cabo. Ese adulto todavía sentía su espíritu de muchacho danzando con la lluvia y jugando con la brisa. Con el paso de los años no se sentía apesadumbrado o pesado, al contrario, se mostraba cada día más agradecido y seguro de sí mismo.


Sin pretenderlo, pues el ahora adulto era desapegado pero comprometido con la escucha y la expresión de su corazón libre, había conseguido crear un aura de arte y de habla del alma alrededor del edificio acristalado y luminoso que llegó a oídos del soberano de dicho reino. Por este motivo, el rey visitó al que había sido un muchacho sincero y abierto para felicitarle por haber permitido y facilitado que muchos desnudaran sus dones, talentos y virtudes a través del arte del corazón. Él había dejado ser sin juicios, libre de condicionamientos pero enraizado en el amor incondicional que nada exige y que se alza en los cimientos de nuestro edificio interior. Ese edificio emocional cálido y cristalino como el agua del río y que nos hace libres como chiquillos que corren tras los pájaros para aprender a abrir y batir sus propias alas en el vuelo del ahora, ese vuelo que no debemos permitir que se nos escape...          

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