Érase una vez un niño que vivía en soledad en otro planeta. Era un planeta sombrío donde el niño se sentia alicaido y apático. A veces un rayo de luz pretendía llegarle al corazón para despertarlo de su estado de letargo emocional, pero el niño ni tan sólo podía sentirlo.
Un hada receptiva dejaba caer su luz, vertiendo amor y alegría a través del latido del niño. Pero el corazón del niño estaba cerrado, ensimismado en sus sentimientos de tristeza. Pero el hada no se desanimó. Ella le enviaba constantemente tanta luz que al final al niño le pareció ver al mismo sol frente a él.
-¿De dónde procedes, luz?- preguntó el niño.
-Soy un hada que procede de tu corazón –le respondió la voz del hada.
-¿Por qué yo? –le preguntó el niño.
-¿Por qué no? –le respondió el hada con otra pregunta.
-Porque la vida a veces se nos escapa y nos parece que ya es tarde –le respondió el niño.
-¿Qué quieres recuperar?- le cuestionó el hada.
-Mi luz. Me siento apagado –le confesó el niño.
El hada agitó su varita mágica con una mano y con la otra sembró nuevos y esperanzadores caminos de luz para el niño, con escenarios alegres y llenos de sonrisas, para que ese niño puediera conocer la felicidad y sentir en su corazoncito la bendición de vivir.
El niño esbozó una sonrisa, mientras sentía como se le abría el pecho y escuchaba latir a su corazón más fuerte. El sonido del latido lo unió poderosamente a la fuerza del ahora y a la vitalidad que reside en cada instante. El niño estaba experimentando un milagro y cuando logró ver el rostro del hada acarició la belleza y la magia. La cara del hada le abrió al optimismo y le regaló un nuevo mundo en el que el niño se vio tal como era.
-Reflejarse en lo que uno es y ser espejo del propio corazón es el don que te otorgo para tu nueva vida- le dijo el hada, que se marchó volando, prometiéndole regresar y velar por él.