Érase una vez un duende que solía colarse en las emociones de algunos humanos despreocupados para enseñarles a ser más conscientes y responsables de sus actos. Se trataba de personas distraídas a quienes les resultaba fácil evadirse para no ser consecuentes con aquello que hacían o provocaban. Analizarse a sí mismas, no se les daba nada bien, sin embargo, no tenían inconveniente en charlar sobre la forma de actuar de los demás, creyéndose ellos mismos correctos en su forma de ver la vida y de comportarse.
Un día amaneció el sol cálido y travieso como nunca. Así que acercó uno de sus rayos hasta la orilla de un riachuelo para sentir de cerca la frescura y el movimiento de la corriente. El rayo de sol se quedó maravillado ante la transparencia y la calma de esas aguas que le parecieron benditas. Cerca de allí, un duende dormía, acunado por la mansedumbre y el sonido relajante de esa misma cristalina corriente, que le había robado el corazón al rayo. El rayo tocó con su calor la cara del duende y éste, refunfuñando se despertó pero se sintió reconfortado por el calorcito que desprendía el rayo. El duende le agradeció que le aportara tan agradable sensación y le explicó que él era muy sensible a las emociones humanas, en las cuales penetraba para tornarlas más íntegras, honestas y sabias. Como si de una brisa se tratara, el duende se deslizaba en el corazón de un algún humano desprevenido con la noble intención de convertirlo en una persona mejor y de ayudarle para bien.
El rayo de sol le dijo que cada mañana asomaba en una colina donde vivía una muchacha en el corazón de las montañas, en un lugar tan alejado, que hasta se consideraba un secreto. El rayo de sol contemplaba cada día como la muchacha llevaba a cabo algunas de sus tareas sin constancia y sin planificar ni prever apenas nada, y, cuando aparecía algún imprevisto, era incapaz de verse como la causante de ello.
El duende dio las gracias al rayo de sol por habérselo contado y emprendió rumbo hacia el corazón de esta muchacha.
Cuando el duende llegó a la cabaña donde habitaba la muchacha junto a su familia, se dejó acariciar por el viento que corrió a saludarle y a jugar con él. El viento lo invitó a escaparse con él hasta la cima nevada de las montañas pero el duende declinó la invitación pues él debía ocuparse de la muchacha.
El duende sorprendió a la muchacha en plena conversación con sus progenitores en la cual le advertían que redactara una lista de tareas para cumplir con ellas. Pero la chica solía llevar a cabo las más trascendentes y las que solían supervisarle, olvidándose de las demás. Una de las tareas que la chica no atendía era el de revisar el carro antes de iniciar un viaje hacia la ciudad, para transportar al mercado algunas de las hortalizas y verduras que se cultivaban en los huertos de la cabaña.
En esa ocasión, la muchacha también olvidó asegurarse que el carro estuviera en buenas condiciones para el nuevo viaje al mercado de la ciudad, por lo que el duende envió una lección a la muchacha.
En cuando la muchacha se dispuso a coger las riendas para indicar a los caballos que empezaran a galopar, oyó como una rueda chirriaba más de lo necesario pero la muchacha obvió el ruido y prosiguió el viaje. Estaba la joven canturreando y admirando el paisaje que se desplegaba a su paso, cuando una de las ruedas se salió del eje.
La muchacha se asustó, asió las riendas con fuerza para que los caballos no se desbocaran, pero, finalmente, tras una brusca maniobra, el carro se apeó a un lado del camino.
-¡Uf! Casi caemos por la pendiente de la ladera. Afortunadamente, no ha pasado nada y ni los caballos ni yo hemos sufrido ningún daño –pensó la muchacha para sus adentros.
Por suerte, un anciano pasaba en ese momento por el camino y aunque se encontraba muy débil para ayudar a la muchacha, se ofreció a ir a buscar ayuda.
La muchacha permaneció junto al carro y dio de beber a los caballos, mientras esperaba ayuda. Se dio cuenta de que en la parte posterior del carro no había ninguna rueda de madera de repuesto.
Cuando llegaron los padres de la muchacha, le reprendieron pues antes de salir de viaje le habían advertido que en su lista de tareas apuntara revisar el estado del eje antes de iniciar cualquier viaje, el cual ahora se había roto al impactar contra el suelo, y cargar una rueda de recambio en la parte trasera del carromato.
La muchacha reconoció haberlo olvidado y pidió perdón.
Sin embargo, la reparación del eje iba a ser muy costosa para la modesta economía de su familia. Ello hizo tomar conciencia a la muchacha de cuánto sus padres se sacrificaban por la familia y del hecho que ella podía haberles ahorrado dinero y este quebradero de cabeza, si hubiera cumplido diligentemente con la tarea de comprobación del estado del eje del carro de caballos antes de partir y de percibir que el elevado chirrido de la rueda no era buena señal. En lugar de hacerse consciente de ese ruido y para antes de que la rueda se rompiera, había preferido seguir, cantar y seguir maravillándose con el paisaje. Se dio cuenta de la mala costumbre que tenía de hacer sólo lo que ella creía imprescindible, dejando a un lado otros aspectos, que también deben tenerse en cuenta. Y eso ahora hacía sufrir a su familia.
Por primera vez, la muchacha se sintió responsable de sus actos y se prometió a sí misma afrontar y resolver el problema.
El carro había quedado inservible hasta que se reparara el eje y la rueda. La verdura que había sido cargada, debía transportarse hasta el mercado mientras estuviera fresca, de lo contrario, se echaría a perder y ello conllevaría una nueva pérdida para la economía de la familia. Así que la joven les dijo a sus padres que ella iría hasta la granja de la abuela para pedirle su carro y con él, transportar las hortalizas al mercado.
Cuando la muchacha llegó al mercado y vendió las verduras, regresó a casa y se sintió mejor porque sabía que estaba resolviendo la situación y enmendando su error. Además, les prometió a sus padres cambiar de actitud y no olvidar ninguna de las tareas para ayudar a la economía familiar y además se hizo el propósito de ser más ahorrativa para tratar así de reparar el revés económico que le había supuesto al presupuesto familiar la reparación de la avería del carro.
Una noche mientras la niña cayó en un sueño profundo tras admirar la belleza y el misterio de la grandiosidad de la vía láctea desde la bóveda del techo de su habitación, creyó ver al duende apoyado en una estrella, con el cual mantuvo una conversación desde el subconsciente. La joven acabó agradeciendo al duende lo que había hecho por ella pues también se había dado cuenta de la necesidad de trabajar sobre su autoestima y la empatía hacia los demás lo cual la hacía sentirse segura, ecuánime y consciente en la toma de decisiones, pero también le pidió que se marchara. Se sentía dolida pues la lección era para ella, no para su familia, la cual había tenido que sufrir económicamente las consecuencias del error de la joven. La muchacha se visualizó levantando una mano de luz como señal de despedida y le pidió al duende que él diera paso en su vida a un hada que permitiera a la muchacha desenvolverse en este lección que le había regalado el duende pero desde ahora teniendo en cuenta que ninguna de sus acciones en la medida de lo posible afectara a los demás, sino sólo a ella misma. Así que de forma dulce el duende se marchó para dar paso al Hada de la Autoestima y de la Confianza, la cual ayudaría a la joven pero desde la perspectiva del amor por uno mismo sin dañar a los demás. Ese amor que nos abre las puertas de la sabiduría momento presente, que nos sensibiliza con la flexibilidad y la adaptabilidad al entorno y las circunstancias y que nos concilia con aquello que el momento trae a nuestros ojos.
El Hada de la Autoestima y de la Confianza llegó rodeada de una corte de estrellas y prometiéndole a la joven un nuevo rumbo hacia la magia del instante presente.
Cuento extraído de mi libro Cuentos de Hadas para niños y adultos (Bubok Editorial)