Paseo por un campo de ensueño sembrado de silencio. El sol del amanecer acaricia las formas terrestres, mientras el rocío baña el alma de las flores. La luna se ha ido tímidamente y las estrellas han cerrado los ojos y su luz. Los rayos del sol se filtran en mis pensamientos y reparten promesas de luz y de bienestar.
Observo y me siento en cada árbol, en cada flor, en cada brote de hierba y es como si ya hubiera formado parte de todo esto, sólo que ahora soy capaz de contemplarlo desde otra perspectiva. Así es el juego de la vida, vivir la existencia desde diferentes ángulos que nos completan.
El ruido de fondo del río me recuerda que estoy en el ahora y camino hacia él. En el lecho, me refresco y siento el gozo de la vivencia del instante. Un ruiseñor me regala su trino y agradezco profundamente estar en ese lugar sagrado y divino, que desprende magia en cada muestra de su ser.
La brisa matutina penetra en mis poros y juega en la superficie de mi piel. También penetra en cada hueco de la tierra, en cada rendija entre planta y planta y, en cada movimiento de su danza, doblega a la vegetación que, ligera y dócilmente, se rinde a ella.
Agradezco infinitamente presenciar el nacimiento del nuevo día y me incluyo en ese estallido de vida que ahora se despierta tras el letargo de la noche. Me siento a meditar ante el río y me imagino deshacerme en el agua y fluir y ascender por ella río arriba hacia la cumbre de las montañas. En la cima, me convierto en nieve y cada copo cae sobre los corazones de los hombres y les aporta dicha, entusiasmo y alegría en una chispa inicial que viene a bendecir al mundo.