Érase una vez un niño triste cuya infancia siempre había estado marcada por el desconsuelo y la desdicha de tal manera que su mirada siempre estaba húmeda, como si estuviera a punto de llorar. Una noche de verano el niño estaba sólo en el bosque gimiendo y lamentando las circunstancias adversas que le afligían, cuando un grupo de luciérnagas comenzaron a volar a su alrededor. Ese espectáculo mágico de luces voladoras que parecían abrazarle hizo sonreír al niño. Era la primera vez que lo hacía pues se sintió querido. En ese instante, un hada se le apareció y le dijo que pronto se acabaría su tristeza. El niño y su familia habían sido víctimas de un maleficio de un brujo que los sumió en un estado profundo de pesadumbre que la luz de las luciérnagas y del hada habían conseguido romper.
Desde ese momento, el niño vivió alegre y feliz y cada día sonreía junto a su familia. Cada noche, visitaba a sus amigas las luciérnagas, que tanto le habían cambiado la vida y, cuando se iba a dormir, soñaba con su hada.