Un día se cruzó con un hada y ésta le preguntó el motivo de sus lágrimas y la criatura le habló sobre sus miedos.
-Sin embargo, tu miedo a las estrellas impide que puedas ser capaz de ver la hermosa luz que irradian. Y no la puedes ver porque tampoco reconoces la luz de tu interior, tus lágrimas la ocultan –le dijo el hada.
-Mi interior está vacío y mis alas replegadas. A veces lloro tanto que mis lágrimas las mojan–le confesó el ser alado.
-Sin embargo, yo veo tu luz y te veo volando hacia las estrellas –le confesó el hada.
El hada le dio la mano y una ola de amor se trasladó al corazón de aquel ser divino que no había sabido reconocer su divinidad ni la misión del alma. El ser estremeció pues estaba sintiendo el don de la vida, el milagro de la existencia en la belleza y la sutileza del instante, aquella que nace del silencio interior, del amor por uno mismo y de saber honrar el momento. El hada le transmitió la semilla de la autoestima y de la apertura a la magia del momento, el ser la tomó en su corazón y abrió sus alas para decirle adiós a la tristeza. Ahora se sentía libre y ligero, ya no tenía necesidad de llorar de forma compulsiva. Esa noche el ser alado abrió los ojos como platos al contemplar la belleza de las estrellas y se preguntó a sí mismo como había podido permitir que las preocupaciones le apartaran de vivirse a sí mismo en todo su esplendor y de experimentar su poder luminoso y radiante, ese poder que ahora le mostraban las estrellas. Su aura era tan potente que podía atravesar el Universo y fue entonces cuando el ser voló hacia las estrellas y cuenta la leyenda que se enamoró de ellas y que ahora él es el guardián de cada lucero del cielo, la misión que le había sido encomendada a su alma.