Érase una vez un joven leñador que compró una vieja cabaña en el bosque con la intención de restaurarla. Era una cabaña que se hallaba cerca de las montañas desde tiempos ancestrales y, por eso, casi podía sentir la brisa en sus entrañas. El alma de la cabaña y el espíritu de las montañas bailaban al compás del viento cada noche mientras la luna se quedaba boquiabierta con tan fascinante baile
Cuando el leñador subió al desván de la cabaña notó un movimiento rápido y un ruido casi imperceptible. Sin embargo, lejos de inquietarle, le produjo una agradable sensación, como si una presencia mágica, invisible y protectora estuviera presente.
Al caer la noche, el leñador se sintió agotado, pues ya había empezado su primer día en la cabaña ordenando sus enseres y también para talar nueva leña para reformar el que ahora era su nuevo hogar. Con tanto ajetreo, el leñador había olvidado traer una manta y, por eso, trató de buscar una allí sin éxito. Así que encendió la chimenea pues su calor iba a ser el único que lo reconfortaría esa gélida noche. Desgraciadamente, no era suficiente y, por eso, el leñador tiritaba pero su cansancio era tal, que cayó dormido.
Un duendo bondadoso que habitaba en el desván de la cabaña, lo tapó con una manta y se regocijó ante la sonrisa del leñador dormido.
Al despertarse, el leñador vio la manta y, silenciosamente, se la agradeció a esa presencia mágica y discreta que él había percibido desde que había entrado por primera vez en el desván y le pidió que se dejara ver.
En sueños, el duende le respondió que debía ocultar su presencia pero que eso no impediría que siguieran juntos y que se ayudaran mutuamente pues a ambos les unía su afinidad y su amor por el bosque, ese lugar inmenso, apacible y bello, que formaba parte de sus vidas y que tanto respetaban y que, curiosamente, les había puesto en contacto.
Cuando el leñador subió al desván de la cabaña notó un movimiento rápido y un ruido casi imperceptible. Sin embargo, lejos de inquietarle, le produjo una agradable sensación, como si una presencia mágica, invisible y protectora estuviera presente.
Al caer la noche, el leñador se sintió agotado, pues ya había empezado su primer día en la cabaña ordenando sus enseres y también para talar nueva leña para reformar el que ahora era su nuevo hogar. Con tanto ajetreo, el leñador había olvidado traer una manta y, por eso, trató de buscar una allí sin éxito. Así que encendió la chimenea pues su calor iba a ser el único que lo reconfortaría esa gélida noche. Desgraciadamente, no era suficiente y, por eso, el leñador tiritaba pero su cansancio era tal, que cayó dormido.
Un duendo bondadoso que habitaba en el desván de la cabaña, lo tapó con una manta y se regocijó ante la sonrisa del leñador dormido.
Al despertarse, el leñador vio la manta y, silenciosamente, se la agradeció a esa presencia mágica y discreta que él había percibido desde que había entrado por primera vez en el desván y le pidió que se dejara ver.
En sueños, el duende le respondió que debía ocultar su presencia pero que eso no impediría que siguieran juntos y que se ayudaran mutuamente pues a ambos les unía su afinidad y su amor por el bosque, ese lugar inmenso, apacible y bello, que formaba parte de sus vidas y que tanto respetaban y que, curiosamente, les había puesto en contacto.