Érase una vez un gnomo que se dejó enternecer por los sueños de un humano hasta tal punto que se comprometió a hacerlos realidad. El humano soñaba con sentirse completo y con hacer un mejor uso de sus habilidades, pero para ello necesitaba centrarse en su interior, detenerse en cada emoción para poder desarrollarse algún día en un entorno en armonía con la espiritualidad que rebosaba en su corazón. Así que el gnomo, el cual poseía la capacidad de reconocer la verdad en cada sentimiento, partió montado en el lomo de un halcón en busca de ese rincón donde el humano percibiera su luz espiritual. No buscaba personas, ni lugares en particular sino pensamientos, aquellos que realmente fueran los se acoplaran mejor a la mente y el alma del humano. Se trataba de un viaje a través del cielo para buscar semejanza, plenitud y riqueza interior. Para ello, el gnomo agudizó sus sentidos con el fin de reconocer los juicios y las sensaciones de las gentes y de los lugares a los que el ave le llevó, sin embargo, nuestro humano tenía tan elevados ideales, que resultaba difícil tarea encontrar a sus afines. Pero el gnomo se había comprometido con nuestro humano, así que, fiel a su determinación, no cejó de surcar el cielo día y noche para hallar un lugar adecuado en la tierra. Sabía que debía ser un lugar sagrado, cautivador, de naturaleza noble y casi mágica… En tan árdua búsqueda emocional el gnomo añoraba tanto a su adorado bosque...
Después de varios días, decidieron apearse pues el halcón estaba agotado y necesitaba beber y alimentarse. Así que aterrizaron en un paraje de tal belleza natural y pureza, que parecía que nunca antes hubiese sido descubierto. De hecho, el abanico de colores del amanecer era tan espectacular, que se estremecieron ante lo sublime del momento, cuando una corona de susurros les envolvió con tal ternura y amor, que pidieron al humano que partiera hacia ese lugar para adentrarse en el espíritu de la naturaleza y confundirse en la caricia de la brisa que arropa los rayos del sol cada la mañana, escaparse con la hojarasca, jugando en círculo con el viento o montarse en la cresta de las olas. De este modo, el humano hallaría en el equilibrio y en la sabiduría de las fases cíclicas y de la evolución de la naturaleza la posibilidad de satisfacer sus propias respuestas.