Ella ahora más que nunca se sentía rodeada de bendiciones y sabía que eran las que su madre le enviaba desde el cielo.
Sentía a su madre en la brisa que atravesaba el alma de la selva al despuntar el alba, en la frescura del agua del riachuelo con que ella se lavaba la cara cada mañana o también podía percibirla en el calor del sol que la reconfortaba en verano o en la belleza y la ligereza de las alas de las mariposas. Y, tras cada una de estas agradables sensaciones, la niña decía:
-Gracias mamá porque tu amor me llega.
Una noche de luna llena la niña se quedó embobada mirando la inmensidad del cielo estrellado y preguntándose dónde acabaría.
-Nunca de acaba, como mi amor por ti –pronunció una suave voz que parecía provenir del infinito cielo.
La niña suspiró y juntando sus manos, hizo un gesto de agradecimiento a quien hubiera hecho posible que, en aquel momento, ella hubiera podido escuchar la voz de su madre que, desde lo más profundo del alma, le dedicó esas palabras.
La niña siguió recibiendo bendiciones a lo largo de su vida e incluso algunas de ellas parecían provenir de su padre, que, desde el cielo, la protegía con amor. Una vez más, la niña, ahora convertida en mujer, no se olvidó de agradecer a quien hiciera posible que le llegaran tantas bendiciones de aquellos padres que, aunque físicamente no estaban con ella, seguían estando cerca de su corazón y presentes de un modo sutil, mágico y sublime. Se trataba de una magia que la acompañó a lo largo de su vida y en la cual ella creyó siempre hasta que un día su vida se apagó y vio a sus padres con tanta claridad que se fundió con ellos en un eterno abrazo. Y, en ese abrazo, les acompañaron los ángeles y las hadas.