De niña vivía en las montañas con mis abuelos. Mi abuela me contaba
cuentos de hadas. También me explicaba que las hadas eran seres casi siempre
invisibles a la mirada humana, guardianes de la naturaleza, junto a
elfos, duendes y gnomos.
Mi abuelo
conocía el lenguaje de los animales. A él se lo había transmitido un
elfo con quien tuvo contacto largo tiempo. Por tanto, mi infancia
transcurrió en la naturaleza junto a los animales salvajes del bosque y
también con las mascotas de la gran casa donde habitábamos.
La magia, la luz y la impresionante belleza del valle donde pasé mis
primeros años de vida se colaba incluso en mis sueños. Algo muy especial
e íntimo me mantenia ligada a la naturaleza. En ella era yo misma,
experimentaba una paz más allá de las palabras
y sentía la presencia sutil de las hadas. Cuando la luz atravesaba
las ramas de los árboles, en algunas ocasiones las ví salir de los haces
luminosos y volar y moverse más rápido que cualquier insecto o ave que hubiera
contemplado. El sonido del aleteo era tan evidente, fugaz y
veloz que resultaba imposible que viniera de un insecto pues si así fuera, debería de tener unas alas bastante grandes para poder emitir un sonido tan vibrante. Pero, de
pequeña, ese peculiar sonido me resultaba algo natural. Sin embargo, no lo volví a
escuchar, hasta la edad adulta, cuando me encontraba escribiendo sobre
ellas en mi portátil. Recuerdo que había superado
sobradamente la adolescencia y estaba pasando por una fase feliz en mi
vida, tanto, que hoy día todavía siento nostalgia de ella. Sin embargo,
las hadas siguen haciendo de las suyas en mi existencia. Le transfieren una atmósfera de juego, de espontaneidad
y de ligereza tales que hace que las preocupaciones se disipen.
Autora texto e ilustración: María Jesús Verdú Sacases
Técnica ilustración: Pastel