miércoles, 3 de octubre de 2012

La joven que meditaba


 Érase una vez una joven que solía ir al bosque diariamente para practicar meditación en el corazón de la naturaleza, en armonía con el espíritu verde que tenía de belleza y de vida el suelo terrestre del planeta.
La joven se adentraba en su sesión introspectiva en la sensación de extrema calma que le producía el contacto con la naturaleza y el silencio y la libertad que parecía posarse en su interior, como una mariposa que vuela grácilmente en el cielo de la madre naturaleza. La joven mantenía los ojos cerrados, mientras se deleitaba con el suave sonido de la brisa, que parecía acariciarla y colarse por cada pliegue de su piel para seguir deslizándose en su corazón y refrescarle el alma.
La niña pedía a su voz interior que esa sensación de serenidad y de silencio también se trasladara a su entorno cotidiano, en el cual, no siempre se daban estas condiciones. Entonces, la niña se escuchó a sí misma y una vocecita interior le susurró que imaginara al silencio como un enorme jardín lleno de árboles y de vegetación frondosa que crecía lenta e ininterrumpidamente a su alrededor, allá donde estuviera físicamente. Cada raíz que crecía en ese bosque interior y cada florecita que asomaba en su cabeza lo hacían desde la semilla del silencio, aquella que yace en cada uno de nosotros y que sólo aflora mediante el intenso deseo del contacto con uno mismo desde la paz interior y la conciliación con uno mismo.
Con el tiempo la muchacha sentiría que el manto callado, discreto y silencioso que habitaba de forma natural en cada latido de su existencia, se instalaría en su realidad.
La vocecita también sopló con su aliento intuitivo que para reforzar la acción natural del bosque en crecimiento, la muchacha imaginara, cuando algo no respondía a este modelo, a su espíritu femenino limpiando con una gamuza aspectos internos de la joven que precisaran dejarse atrás o ser transformados para su mejora emocional.
Así que la joven, tras su sesión de interiorización meditativa, no cesó de poner en práctica la imagen de su propio bosque silencioso, hermoso y tranquilo, creciendo en su fuero interno y, cuando las cosas no iban como ella esperaba, con confianza y fe, visualizaba a su hada interior, limpiando y puliendo con una gamuza todo aquello que precisaba de más brillo y luz. 
Para eso, primero era necesario detectar qué oscurecía la luz de cada aspecto o emoción y una vez identificado, el hada aplicaba su magia una y otra vez, sin parar de frotar y sacarle brillo al aspecto molesto que debía convertirse en una sensación en consonancia y unidad con el ser de luz que la joven era. 
 Una de las cosas que la joven había identificado era el parloteo incesante de  pensamientos obsesivos los cuales parecían atraer el borboteo ruidoso que se gestaba alrededor. Además, la joven solía tener monólogos donde batallaba con los demás. Aquello podría tener como consecuencia que la joven conviviera en ambientes y lugares ruidosos tanto en sus tareas cotidianas como en su hogar. En lugar de negarse y dejarse atormentar por ello como había hecho hasta ese momento, la joven visualizaba una y otra vez con la fuerza mental de sus pensamientos la calma de su bosque fluyendo y creciendo con fuerza en su interior pues ella sabía que su momento actual pasaría y dejaría atrás la pauta que le preocupaba. Además, cuando sus fuerzas flaqueaban y el ruido parecía apoderarse del instante, ella pronunciaba mentalmente las palabras mágicas que su hada le había desvelado en meditación: 


“Penetra y atraviésame. En mí sólo entra la paz y el silencio.”
Su hada le explicó que esta fórmula mágica puede usarse para cualquier situación que daña nuestro equilibrio mental y que se puede cambiar las palabras paz y silencio por aquello que deseemos que permanezca con nosotros. Con calma y paciencia, los resultados son asombrosos pues la magia permite abrir una nueva puerta inesperada y perfecta para resolver la situación.   


     La joven sabía que tras la serenidad que ella una y otra vez invocaba, residía la energía del amor por sí misma y esa energía iba a provocar cambios poderosos en las vidas humanas. La joven nunca dejó de creer en sí misma ni en las palabras de su hada interior y visualizaba frecuentemente como crecía su bosque interior y cómo su hada transmutaba sus emociones con su bayeta mágica, siempre limpiando.
Por el momento, los demás no cambiaban, pero ella dejó gradualmente de sentirse tan extremadamente molesta por los ruidos o ideaba estratagemas para evitarlos, como ausentarse puntualmente del foco molesto para escaparse unos valiosos instantes a un lugar más tranquilo, para retornar después al foco del conflicto más mentalizada y serenada. Ella miraba de frente a lo que le inquietaba, pero pronunciaba en silencio una y otra vez la fórmula mágica, consciente de que aquello sólo era temporal y que la fórmula pronto causaría sus efectos. A veces, la joven, que era muy sensible, desfallecía y lloraba, pero pronto secaba sus lágrimas ante la agradable sensación que le producía repetir aquellas frases.
Un día un caminante que estaba de paso en la aldea donde la joven trabajaba, le habló de una casa en las montañas, cuyo propietario había fallecido sin descendencia, y cuya viuda necesitaba venderla imperiosamente por lo que el precio era asequible. La joven le dijo a ese casi desconocido que a pesar de ello, el modesto salario que ella ganaba, no iba a poder satisfacer el precio de la casa. Sin embargo, era tal el deseo de la viuda de vender aquella propiedad en la que había vivido con el que fuera su marido y que tantos bellos recuerdos le evocaba y que ahora la aprisionaban, que consintió en que el pago no fuera todo de una vez para facilitar que la muchacha pudiera permitirse comprarla. ¡La muchacha no se lo podía creer! Pues la casa se alzaba en el corazón de las montañas, rodeada por un valle de ensueño. Se trataba de una zona tranquila y segura y estaba cercana a su lugar de trabajo. La joven supo entonces que ese lugar se correspondía con el manto de silencio que ella una y otra vez no había cejado de llamar interiormente.


Al cabo de unos meses, un ermitaño se acercó al enorme jardín que rodeaba la casa de la joven para respirar ese silencio que emanaba de cada rincón. Llamó a la puerta y le dijo a la muchacha que él pertenecía a la orden de un monasterio que se había construido recientemente en el poblado. El monasterio era un santuario de silencio, paz y pureza, y los frailes que formaban la congregación deseaban meditar cerca del jardín de la muchacha, en calma y quietud, pues ese lugar emanaba tal calidad de espiritualidad, luz y sosiego, que estar en el jardín era una forma de estar cerca del cielo y de la divinidad. A cambio, ofrecerían a la muchacha un canon. Aquello agradó a la joven. Con el canon pudo costear el precio completo de su casa en las montañas y los monjes siempre respetaron el ambiente calmo que rodeaba la casa. Como ellos continuaban pagándole el canon, con el tiempo, la muchacha pudo abandonar su empleo para dedicarse por completo a la meditación y a la sanación emocional.
En sus meditaciones, la muchacha agradeció a su hada interior toda la sabiduría que ella le había desvelado y que continuaba desvelándole para seguir ayudándola a ella y a quien lo necesitara.                  
-Tanto buscar el silencio y al final el silencio siempre ha estado en mí, pero dormido. Se trataba simplemente de invocarlo y despertarlo para que aflorara. –dijo la muchacha para sus adentros, mientras se acordaba de las palabras mágicas:
“Penetra y atraviésame. En mí sólo entra la paz y el silencio”.



Cuento publicado en mi libro Cuentos de Hadas para niños y adultos editado por Bubok Publishing, S.L. en 2011