viernes, 27 de julio de 2012

Supermami, la mamá gallina (3)


Supermami, la mamá gallina, sigue siendo una dama al cuidado de sus cinco hijos patitos que desde que llegaron al gallinero, recibían el amor y cuidados de su mamá adoptiva. Tras haber sido rescatados de una balsa a la cual cayeron con tres días de vida y de la que no podían salir por sí solos y tras ser abandonados, Supermami, veló por los recién llegados patitos a la granja y seguía sus pasos con mirada atenta. Los estaba criando en el corral como si fueran hijos suyos y eso se reflejaba en la mirada de alegría y felicidad de esas pequeñas aves que expandían ternura e inocencia con sus juegos y sus continuos baños en el recipiente que el granjero dispuso para ellos en el corral.

Un día el granjero cogió entre sus manos a uno de los patitos para verificar su crecimiento y buen estado de salud y, Supermami, creyendo que el granjero iba a dañar a su pequeño patito, se alzó con la patas en garra, con la cola en alto, con todo el cuerpo muy hinchado, creciéndose ante el que ella creía un agresor de su retoño, y con una expresión de ira y enfado, ella se abalanzó sobre el granjero, el cual, sorprendido y un tanto asustado por la actitud sobreprotectora de Supermami, soltó de inmediato a la cría de pato.      

-Gracias, Supermami- dijo la hijita del granjero, que acababa de presenciar la escena-. Me has demostrado el coraje del que es capaz una madre por sus hijos, la valentía con la que se enfrenta al mundo y lo vence sin dudas y con la determinación del alma. Gracias, Supermami, por cuidar de tus patitos y darles ese amor que sólo tú sabes dar y por demostrarme con tu acción de ahora que el papel de una madre en la defensa de sus hijos es admirable y uno de los más nobles que jamás hubiera imaginado. Gracias, Supermami, por ser mi maestra y también la de mi papá, que, a partir de ahora, tratará de ser más respetuoso con tus patitos. Pero quiero que sepas, linda gallina, que nosotros queremos a tus patitos tanto como a tú a ellos y que a nosotros también nos preocupa su crecimiento. Verlos crecer fuertes y sanos es nuestra mayor bendición y que tú veles por ellos como su ángel de la guarda resulta una bendición aún mayor.  

Princesa, la codorniz, ya se había restablecido completamente y volvía a poner huevos, además, regresó junto a su pareja, el macho codorniz, ahora más tranquilo, receptivo y en paz, el cual la trataba como a una verdadera princesa. Eran una pareja de codornices felices que habían recuperado el afecto y el cariño que los unió desde el principio. Los polluelos de Princesa correteaban por el corral y comían y crecían sanos y contentos.

 

Sin embargo, los meses pasaban y los patitos cada día eran más simpáticos y divertidos. Su plumaje de cuello verde despuntaba y su piar se iba convirtiendo en un cuac-cuac. Supermami empezó a respetar esta fase de su crecimiento y a distanciarse prudencialmente para dejarles el espacio adecuado a los que habían sido sus patitos-polluelos pero que ahora ya manifestaban independencia e integración en el grupo de aves del corral. Y aunque Supermami comenzaba a relacionarse más con el resto de las gallinas, los patitos a veces seguían acercándose a la que con tanto amor los había cuidado. Supermami se había convertido en su mamá y para ellos siempre lo sería.

Los patitos descansaban tranquilos y desprendían una humanidad a través de una expresión de sosiego y ligereza, que estremecía al granjero al contemplarlos. 

-Patitos, sois mis ángelitos -decía el granjero.


 Un mirlo se instaló en un nido sobre un árbol cerca de la granja y su canto melódico despertaba a sus habitantes y los sumía en un estado de dicha por la bella sinfonía que se desprendía de su trino. Al atardecer el mirlo también cantaba y el granjero daba gracias por la belleza de este armónico canto que le confirmaba que los ángeles andaban cerca y que custodiaban y protegian a sus amadas aves. Los pájaros conferían vida a la granja y recordaban al granjero el milagro de la vida, la bendición del crecimiento y el regalo de poder compartir su vida humana con tan dóciles y alegres animales.

Un día una tormenta de granizo azotó la granja y la piedra de granizo echó de su nido a la cría de mirlo cuyos progenitores alegraban la granja con su canto. El granjero cogió del suelo a la cría de mirlo empapada, asustada y aturdida y lo colocó junto a la lumbre para que se secara y reconfortara. Trató de darle de comer, pero el pequeño mirlo no quiso comer. Era de noche y sus padres no aparecían, así que el granjero colocó a la cría de mirlo junto a una lamparita en la jaula de las crías de codorniz de Princesa para que al menos allí el pajarito estuviera calentito. El mirlo era precioso y tenía unos ojos muy grandes. La hija del granjero rezó a los ángeles para pedirles que los padres del mirlo vinieran a recogerlo por la mañana y los ángeles atendieron su petición. Al despuntar el alba, el trinar del mirlo que despertaba a la granja cada mañana no era tan melodioso como era acostumbrado, sino que era diferente. Se trataba de los progenitores del mirlo que estaban llamando a su cría. El pequeño ya tenía las plumas completamente secas y estaba restablecido del susto de la tormenta del día anterior. Ahora sólo deseaba regresar al nido. El granjero abrió la jaula, lo liberó y el voló junto a sus padres.      

El granjero solía dejar intencionadamente grano fuera de las jaulas y corrales para que otras aves pudieran alimentarse. Era una manera de tener cerca a los mirlos, a los gorriones y a otras aves que se habían enseñoreado de la vastedad del cielo y que visitaban la granja para llenar el buche.
 
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