jueves, 28 de junio de 2012

La princesa del desierto

 

En las dunas del desierto una princesa contempla la salida del sol. Anhela las gotas de lluvia y la brisa fresca que seduce el alma. La arena se deja llevar por el viento cálido de la mañana, trazando formas que rompen la rectitud de la superficie.

Ella se crió en ese desierto caluroso y árido, que, sin embargo, siempre le dio sustento y cubrió sus necesidades básicas. Eso le hizo crecer el en agradecimiento y en la plena conciencia en el ahora. Cada segundo irradiando luz, la princesa la arremolinaba en su pecho y silenciosamente la daba en ofrenda a los dioses y a todos aquellos que a ella se le acercaban, pues ella percibía la divinidad en todo y en todos. Dar su luz a alguien significaba para ella compartir su divinidad y recibir la divinidad de los demás.

Que esa actitud de reverencia se integrara de forma natural en su vida desde su más tierna infancia, la colocaba en una actitud de receptividad a los corazones que latían henchidos de vida a su alrededor. Su maestro y mentor la inició desde niña en el respeto a toda forma de vida y la ecuaniminidad de la mente.

Así que la princesa procuraba ser cautelosa en sus juicios para evitar que las malas palabras interfirieran en la objetividad de sus criterios y no se contaminaran por las aguas turbulentas del ego.

Cuando la princesa se hallaba en arenas movedizas emocionales, para evitar que lograran abatirla, invocaba a la fuerza de su luz con tanta convicción y fe que nada lograba que su aura luminosa se agrietara. La creencia de que su ser irradiaba luz al mismo tiempo que el sol del cielo emitía sus rayos, hacía que ella actuara al unísono y sin resistencia a todos los acontecimientos que el Universo le lanzaba.


La princesa adquirió destreza en el manejo de las armas como medio de defensa, nunca de ataque. No le resultó difícil debido a su agilidad y al equilibrio de una mente disciplinada entregada a su propósito que le granjeaba el mismo equilibrio y seguridad ante sus adversarios. Así, se erigía como una princesa luchadora desde la quietud de su espíritu lo cual la solía conducir a tomar otros derroteros diferentes a la batalla, como, por ejemplo, el diálogo o el pacto. Se convirtió en una verdadera embajadora de la paz en el desierto.

La princesa conocía gracias a su intuición el lenguaje de los animales y eso le permitió aprender rápidamente lecciones que provenían de algunos de sus mascotas, encarnadas en grandes maestros que a veces manifiestan su coraje y esponteneidad para demostrar a los ojos de quienes los contemplaban que ellos también abrigaban dichas cualidades en su ser. Sin embargo, en los animales salvajes residía un encanto especial que les hacía actuar limpios de condicionamientos, alineados con su razón de ser. Encontrarse sin esperarlo con ellos era un auténtico honor para la princesa.

Ante el enojo se imponía la compasión, la aceptación, pero no la resignación, si ello era posible, para hacer prevalecer los valores inherentes al amor que cada cual siente por su ser y, en el caso de la princesa, por su pueblo. Por eso la princesa sólo luchaba para defender la verdad de su corazón y los de sus súbditos, a quienes siempre escuchaba.

Un día en que la princesa fue a adquirir víveres en el mercado, se quedó conversando con uno de los mercaderes. A ella le gustaba estar cerca de su pueblo y experimentar las vivencias que a sus habitantes les afectaban.

-En el compartir reside la mayor de las riquezas -le decía siempre su mentor-. Y el primer paso para saber compartir es saber escuchar.

La princesa se quedó en el mercado hasta caer la tarde. Subió con el mercader por la ladera de una pequeña colina desde donde se observaba la maravillosa vista del atardecer en ese pequeño poblado bendecido por la belleza del desierto. Desde allí arriba se veían las lucecitas del pueblo las cuales le conferían un misterio y una magia que competía con la luz de las estrellas que ya empezaban a asomar.

-Te llevaré a ver el mar- le dijo el mercader a la princesa.

Tras un arduo viaje, cuando llegaron al mar, la princesa pudo ver como las olas acariciaban la arena con el amor de una madre. En la orilla había una caracola. El mercader la cogió para dársela a la princesa. La princesa se la acercó al oído. El sonido que escuchó le pareció tan relajante y precioso, que ella quiso llevárselo con ella al desierto. El mercader le dijo que podía llevarse la caracola, pero no el sonido. El sonido le pertenecía al mar.

-El sonido reside en el interior de la caracola, princesa, de igual manera que también puede residir en el interior de tu corazón. A cada latido, lo recordarás vivo y presente y da igual lo lejos que te vayas porque siempre lo llevarás contigo.

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