martes, 9 de agosto de 2011

Las bendiciones de la niña


Érase una vez un reino invertido donde el mar estaba arriba y el cielo abajo. Quienes lo habitaban, caminaban sobre las nubes y sobre las estrellas y elevaban su cabeza sobre un mar que en lugar de ser de agua, era de luz. Los haces de luz que desprendía ese mar luminoso se filtraban por las fosas nasales y se fundían con la luz interior de cada uno, culminando en un festín por el momento presente que les atraía abundantes bendiciones que, a su vez, podían enviar a otros. Uno de los afortunados que vivía en ese reino de cuento de hadas envió las bendiciones recibidas a una niña que, desde que nació en el planeta Tierra, no había conocido a sus padres. Ella vivía en un lugar remoto en el corazón de la selva virgen, rodeada de los miembros del poblado, quienes constituían su gran familia de acogida. La niña nunca se recriminaba porque sus progenitores no estuvieran con ella, sino que agradecía enormemente el calor familiar que ella respiraba en su aldea natal.

Ella ahora más que nunca se sentía rodeada de bendiciones y sabía que eran las que su madre le enviaba desde el cielo.

Sentía a su madre en la brisa que atravesaba el alma de la selva al despuntar el alba, en la frescura del agua del riachuelo con que ella se lavaba la cara cada mañana o también podía percibirla en el calor del sol que la reconfortaba en verano o en la belleza y la ligereza de las alas de las mariposas. Y, tras cada una de estas agradables sensaciones, la niña decía:

-Gracias mamá porque tu amor me llega.

Una noche de luna llena la niña se quedó embobada mirando la inmensidad del cielo estrellado y preguntándose dónde acabaría.

-Nunca de acaba, como mi amor por ti –pronunció una suave voz que parecía provenir del infinito cielo.

La niña suspiró y juntando sus manos, hizo un gesto de agradecimiento a quien hubiera hecho posible que, en aquel momento, ella hubiera podido escuchar la voz de su madre que, desde lo más profundo del alma, le dedicó esas palabras.

La niña siguió recibiendo bendiciones a lo largo de su vida e incluso algunas de ellas parecían provenir de su padre, que, desde el cielo, la protegía con amor. Una vez más, la niña, ahora convertida en mujer, no se olvidó de agradecer a quien hiciera posible que le llegaran tantas bendiciones de aquellos padres que, aunque físicamente no estaban con ella, seguían estando cerca de su corazón y presentes de un modo sutil, mágico y sublime. Se trataba de una magia que la acompañó a lo largo de su vida y en la cual ella creyó siempre hasta que un día su vida se apagó y vio a sus padres con tanta claridad que se fundió con ellos en un eterno abrazo. Y, en ese abrazo, les acompañaron los ángeles y las hadas.

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