viernes, 26 de agosto de 2011

El destino del guerrero


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Érase una vez un sabio ermitaño que habitaba una cueva en un lugar remoto donde la voz de sus montañas sagradas bendecía a quienes caminaban cerca de ellas. Delante de la cueva había una gran roca que atestiguaba la presencia de aquel anciano solitario de ojos rasgados que por único compañero tenía el silencio a veces roto por los gritos que amenazaban la tranquilidad del aquel paraje natural los cuales provenían del campo de batalla del valle contiguo. Una contienda entre poblados rivales se había iniciado desde hacía tiempo. En la falda de aquellas montañas, los heridos caían antes de entregar la vida hasta el último aliento.

Entre los guerreros que solían sobrevivir destacaba uno que blandía su espada con coraje y con tal dominio que su alma y su espada formaban un solo cuerpo.

Un gnomo del bosque solía sentarse sobre la roca que hacía de vigía de la cueva del ermitaño y desde allí observaba al ermitaño y al guerrero, quien a lo lejos nunca cesaba de forjarse un destino de eterno combate.

El ermitaño adoraba contemplar el cielo estrellado y era tan sensible a su brillo, que era capaz de sentir el calor de la lumbre que irradiaba cada lucero. De pequeño él veía a las estrellas como pequeños fuegos que cada noche cobraban vida en el cielo. Solía contarle a sus papás que las estrellas eran los ojos del cielo.

Este anciano era respetado en toda la región por su gran conocimiento sobre los cuatro elementos gracias a poderosas técnicas de interiorización que sus ancestros le habían transmitido.

El guerrero había perdido a su familia. Al final de cada batalla éste acababa agotado pero todavía le quedaban fuerzas para mirar a las estrellas. A veces deseaba estar junto a ellas, lejos de aquél lugar de desolación y de muerte que acechaba incluso a sus pensamientos. Pero, entre él y las estrellas, había un abismo mayor que el de la dureza de las batallas y en el espacio infinito de ese abismo nocturno, el guerrero encontraba su paz. Contemplar las estrellas le aportaba serenidad.

El viento soplaba dulcemente y le acariciaba la nuca. El guerrero hizo un gesto con el rostro para acercarlo más a la brisa que tan suave y complaciente se mostraba ante él. Sin embargo, de nada servía acercarse a la brisa pues ella soplaba libre, ligera y liviana y nada podía agarrarla al igual que las estrellas. La brisa y las estrellas tenían la libertad de ser desde sus orígenes y abrazarlas parecía un sueño inalcanzable.

Un día el guerrero creyó morir en la batalla pero sobrevivió. El dolor de su cuerpo se instaló y casi le arrancó lo poco que quedaba de él, pero su corazón se empeñó en seguir latiendo. El guerrero cayó en un profundo letargo y en este estado pudo escuchar las palabras del gnomo que le pidió que la paz regresara a la naturaleza y que el silencio se adueñara de nuevo de ese reino. Pero el guerrero le respondió que no era fácil. Cuando el guerrero despertó, lo olvidó.

Así que el gnomo tuvo que recurrir al ermitaño, quien reunió a la corte de sabios del reino, con el beneplácito de su monarca, para que la paz regresara a los bosques. Pero no sirvió de nada, la batalla continuó y el guerrero siguiendo forjando el destino para el cual fue creado.

Así que el ermitaño y el gnomo dejaron ser a la situación y no interfirieron hasta que un día la paz regresó y, desde entonces, el ermitaño y el guerrero caminan juntos por aquellos solitarios y mágicos bosques bajo la atenta mirada del gnomo.

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